Menos
la cama, todo ha mejorado en este mundo.Antes cocinábamos la sopa haciendo
fuego con leña, ahora metemos el tazón directamente al microondas; hace medio
siglo podíamos tener hasta cincuenta longplays en casa, hoy tenemos
quinientas discografías completas en el bolsillo; ayer íbamos a los sitios a
caballo y tardábamos meses en llegar, ahora nos movemos en aviones y en tren
bala. Todo lo que nos importa ha evolucionado menos la cama, la cama no. Dormir
sigue siendo la misma mierda desde el siglo once.
Capaz
que soy yo, que me estoy haciendo viejo y ya todo me cuesta mucho, pero cuando
llega la noche prefiero quedarme dormido en el sofá, o en el suelo, antes que
irme a la cama.
—¿No
vienes a dormir? —pregunta mi mujer.
—No,
otro día.
Sólo
pensar en la cantidad de cosas que hay que hacer para acostarse me desmorona.
No hay nada automático, todo es manual y torpe, todo es antiguo.
Observo
la vida del hombre moderno y todo parece estar bien, me siento satisfecho: un
aparato nos alerta sobre la hora de despertar; enseguida una máquina nos
prepara el café; después un vehículo nos conduce al trabajo; allí un
dispositivo piensa por nosotros y nos corrige; por la tarde extraemos dinero de
una estructura automática para insertarlo en otra que nos ofrece alimentos o cigarros;
por la noche otro artefacto móvil nos devuelve al hogar; ya en casa una
invención nos entretiene con música, dramaturgia o deportes; y otra maquinaria
nos indica que ya es la hora de descansar.
Hasta
ahí todo es perfecto.
Pero
justo entonces —cuando más necesitados estamos de lo automático— sobreviene el
fallo: antes de acostarnos, nosotros, los hombres modernos, los que ya hemos
conseguido no realizar ni un solo esfuerzo físico, tenemos que hacernos la
cama. No existe un artificio mecánico que nos libre de esa desdicha. En las
casas hay control remoto para todo, hasta para bajar las cortinas. Pero no los
hay para las actividades que involucran el dormir.
Solamente
los japoneses y los enfermos terminales tienen control remoto en sus camas.
Ellos sí. A veces me dan ganas de ser amarillo (del verbo tokio o del verbo
hepatitis) para que mi cama sea automática y tenga botonera.
El
hombre se ha pasado los últimos veinte o treinta años inventando una cantidad
enorme de estupideces. Ya hay máquinas que te informan quién llama, con letras
de imprenta, para que no lo preguntes en el teléfono. ¡A eso hemos llegado en
nuestra loca aventura hacia el confort! Inventamos artefactos que nos liberan
de decir “hola, ¿quién habla?”. Hay herramientas que convierten el agua en
hielo sin que tengas que viajar al sur. Hay lo que quieras.
Pero
a la noche, cuando llega la hora del reposo, debemos airear diferentes telas,
extenderlas de manera que sus puntas se toquen, simétricas, y colocar los
bordes debajo de una bolsa llena de plumas; una bolsa absurda que pesa lo mismo
que la lengua de un dinosaurio.
Odio
el colchón actual. Lo odio con todas las fuerzas de mi alma. El colchón y el
comunismo son las dos creaciones más equivocadas de la historia del Hombre.
Ambos son inventos que jamás funcionaron bien del todo, pero nunca nadie se ha
atrevido a decir en voz alta:
—Hemos
fallado, señores, hagamos esto otra vez desde el principio.
Al
contrario. Al comunismo y al colchón seguimos incorporándoles modificaciones y
mejoras falsas, para disimular nuestro error de haber inventado algo tan
incómodo. Colchón ergonómico, comunismo libertario; canapé abatible, izquierda
moderada; somier articulado, socialismo utópico; colchón de espuma
viscoelástica, partido obrero español.
No
es posible que, a estas alturas del progreso, todavía haya algo en nuestros
hogares que debamos limpiar pegándole con una escoba en el patio. No tiene
lógica.
No
puede ser que si un día nos meamos (sin querer), tengamos que pedir ayuda a un
vecino para dar vuelta el colchón. Tenemos microchips, minifaldas, lentes de
contacto, calditos de pollo… Una enorme variedad de cosas minúsculas. Pero a la
noche dormimos en una cosa que pesa treinta y siete kilos.
Es
increíble que ya tengamos coches con los que podemos chocar diez veces sin
matarnos, y marcapasos con el que podemos sufrir hasta siete ataques al corazón
y seguir vivos, y que —por el contrario— haya que tirar el colchón a la basura
cuando nos hacemos pis dos veces. La tecnología y la modernidad parecen estar
al margen de los dormitorios. Los avances se quedan en el comedor, en la
cocina, en la sala de juegos.
Si
comparamos una cama del año 1308 con otra de este año nos va a costar mucho
encontrar un mínimo progreso. Siete siglos muertos, a la deriva de la ciencia,
en donde únicamente hemos logrado construir el mismo armatoste horizontal con
tres lienzos de tela encima. En setecientos años, sólo hemos conseguido ponerle
elástico a las puntas de la sábana de abajo, para que no se salga cuando damos
pataditas. En setecientos años, un elástico. ¿Qué carajo nos está pasando.
En
estos tiempos de modernidad la cama debería venir con ingravidez de serie.
Tendría que ser una cápsula gigante y hermética, sin sábanas ni frazada ni
colchón de pluma. Fantaseo cada noche con un artefacto en el que mi cuerpo
flota, desnudo y lánguido, siempre a una temperatura perfecta y con un leve
sonido de fondo: el arrullo del mar, tres grillos en la distancia, los goles de
Racing en la voz de Víctor Hugo…
En
esta cama 2.0 no existiría ni el ronquido ni el insomnio, ni los
ruidos externos, ni las pesadillas, ni los pedos con olor. Toda la cápsula
estaría insonorizada y atenta a cualquier desliz del cuerpo o del entorno. Las
almohadas tendrían un temporizador que las haría dar vuelta solas cuando notasen
el cachete acalorado. Y, por supuesto, nosotros mismos estaríamos unidos a un
grabador de sueños, para poder ver al día siguiente la repetición de las
mejores escenas.
Yo
no sé si falta mucho o poco para que lleguemos a este punto del confort. Pero lo
veo muy complicado, porque los científicos están muy ocupados poniéndole más y
más pelotudeces a los teléfonos móviles. Qué gente obsesiva.
Ahora
me acuerdo de una frase de Juan Rulfo, el escritor mexicano. Una frase muy
bonita que aparece en su novela Pedro Páramo. El protagonista se está
quedando dormido sobre una roca áspera, después de haber andado todo el día por
el desierto, y dice, antes de quedarse frito:
—El
mejor colchón es el cansancio.
Puede
ser, sí… Puede ser. En esa época los hombres se agotaban mucho, caminaban
kilómetros enteros, trabajaban con las manos y la espalda, comían poco
carbohidrato, se peleaban con cuchillo. Es decir, antes la gente se esforzaba.
Pero ahora ya no. Hemos abolido el cansancio, hemos eliminado el sudor de la
frente y el parirás con dolor. Nos hemos quitado de encima el yugo triste del
siglo veinte. Hoy el único trabajo físico que nos queda es hacer la cama antes
de acostarnos.
Y
yo no quiero, me rebelo. Me enoja mucho que hayamos olvidado erradicar lo más
importante. Nos pasamos ocho horas al día durmiendo, ¡un tercio de la vida!
Dormimos más que comemos, más que viajamos, más que reímos y amamos. ¿Cómo es
posible, entonces, que todavía nadie haya inventado una almohada que se enfríe
sola en medio de la noche? Estamos en el nuevo milenio y tenemos que
despertarnos para dar vuelta la almohada.
Somos
una raza de imbéciles.
Hernan
Casciari.